A este espacio le hace falta algo de chispa y en este caso pudiera ser o no controversial, tal vez para los eruditos en la materia o para los que dicen serlo, de café, de fin de semana, de los que solo se suben al tren del triunfo pero se deslindan de la caminata de los derrotados.
“Al pueblo, pan y circo” reza un dicho ya muy trillado en nuestra sociedad, al parecer atribuido a la época del imperio romano, en donde, mientras los gladiadores se arrancaban viseras, extremidades, ojos y sangre, en los intermedios al pueblo en las tribunas le aventaban pan, como para que siguiera contento y encarnizado pidiendo mas sangre.
Hoy en día, no le avientan pan al pueblo, se lo venden caro en productos chatarra, y ¿que tal la “Bud Light” y demás cervezas extranjeras y nacionales que ahora resultan ser patrocinadores “oficiales” de nuestra gloriosa selección? Ahora los gladiadores no se matan en la arena, se cuecen a patadas tras una pelota de cuero sintético, pero ya no se matan… y a muchos nos gustaría verlos matarse (en el estricto sentido figurado), dejando todo en la cancha, pero ya ni sus propias piernas les pertenecen.
Y los defiendo y a la vez no los defiendo, porque los tiempos han cambiado, y ahora todo es comercial y el fútbol ya no es mas el deporte de las masas (que en su esencia mas pura lo sigue siendo), pero ahora es “Fútbol S.A.”, donde esa sociedad anónima no lo es tanto, y la diversión de antaño es vendida al mejor postor que aun así, es blanco fácil de toda la mercadotecnia mercenaria y se gasta el sueldo entero de una quincena por ir a ver a sus héroes una noche. Y esto se reduce a ver solo un par de pinceladas de genialidad futbolera, ponerse ebrio hasta las manitas, olvidarse de todo lo malo que sucede en la actualidad por un par de horas, y ser feliz aunque sea sin goles pero al ritmo de unas buenas mentadas de madre con la clásica corneta de plástico, ahora ya bautizada como “vuvucela” gracias a la globalización que también alcanaza a la FIFA.
El fútbol ya no es deporte, ahora es un negocio y se ha enfermado de un cáncer difícil de erradicar: la mafia de los de “pantalón largo”. Esos que en su puta vida han tocado un balón salvo para las fotos, y que de fútbol no entienden las reglas ni las alineaciones, ni la magia del sombrerito, la rabona, el túnel y los “tres dedos”, pero si entienden que a estadio lleno, bolsillo lleno, y mas si se lleva este carnaval al vecino país, donde nuestros compatriotas igual van a ir a dejar el sueldo de una semana o quincena pero en dólares, tomaran dos o tres trenes, harán filas de dos horas, contaran mentiras para salir temprano del trabajo y así llegar a ver a esos héroes devaluados. Ganen o pierdan, el pueblo sigue ahí… consumiendo mas pan, y viendo mas circo.
Ahora resulta romanticismo cursi y barato recordar los tiempos en los que un jugador se retiraba con el equipo que lo veía nacer, crecer y triunfar. La lealtad se mide ahora en contratos, bonos y patrocinios. Tal vez era una evoluciona natural al pasar a ser un deporte profesional, pero también se convirtió en la gallina de los huevos de oro y todos quieren ser parte de esa cornucopia y entre las patas se llevaron todo eso que ahora el pueblo exige: la entrega, el espíritu de lucha, la sed de triunfo.
No tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre. Y todos lo hicimos compadre de alguna manera, pero en algún momento y en algún lugar, ese fútbol todavía tiene hambre y sed de triunfo. Y como muestra tenemos lo logrado por la selección mexicana sub-17 en aquel mundial del Perú. Un grupo de adolescentes desconocidos, bien guiados y con ganas de triunfar se alzaron con la copa ganándole nada más y nada menos que a Brasil. Pero ¿que pasó después? Pues llegaron los contratos, patrocinios, buitres disfrazados de promotores y algunos de aquellos jovencitos se convirtieron en divos y pasaron a engrosar las filas de los inmerecidos ratones verdes adultos, los del ya merito, los de haz sándwich, los de las telenovelas y demás distracciones.
Con todo y esto, yo todavía creo en la verdadera esencia del fútbol, esa que mueve a un jugador a realizar hazañas increíbles, por el solo placer de sentir el calor de la grada corear su nombre y hacer ganar a su equipo. Una escena que se repite cada más menos frecuente en los grandes estadios pero siempre es fiel, con menos hinchada, en los llanos, parques y potreros alrededor del mundo. Llámenme iluso, pero todavía creo, porque lo he visto y lo he vivido…