En mas de una ocasión he manifestado mi gusto, y tal vez en ocasiones obsesión, por el deporte de las patadas, de las masas, el deporte más internacional y uno de los más bellos que existen: el fútbol. Pero no toda la vida fue así, existe otro deporte que traigo un poco arraigado, tanto en las venas como en la memoria. Un deporte que en ocasiones también me apasiona, pero con un aire de nostalgia, lleno de recuerdos y que mi hijo sándwich se encarga de recordarme cada vez que puede pidiéndome un bat y un guante... así es, me refiero al llamado rey de los deportes: el béisbol.
Debido al arraigo del béisbol en mi familia paterna, de cierto modo crecí admirando ese deporte, con sus respectivos intentos de jugarlo durante mi infancia en las calles del barrio, o en el terreno baldío o parque que estuviera disponible. Fui el jugador más malo que haya existido en la historia del deporte, y junto a mis amigos del barrio formamos un equipo al más puro estilo de los “Bad News Bears”, perdiendo siempre nuestros partidos contra equipos de otros barrios, pero el espíritu de sana competencia era el que nos mantenía en la pelea.
Pero lo que más recuerdo con gusto, son aquellas visitas al estadio de béisbol. Durante mi infancia, en mi ciudad natal, existió un equipo profesional dentro de la Liga Mexicana de Béisbol, ¿el equipo en cuestión? Los Indios de Juárez. Fueron muchas las ocasiones en que asistí al Estadio Cruz Blanca y Listón Azul, nombre en honor a una cervecería local patrocinadora del equipo. En dicho estadio viví momentos de todo tipo, victorias gloriosas del equipo, derrotas dolorosas, momentos divertidos, y muchos más. Creo que en el estadio escuche y aprendí algunas de mis primeras palabrotas, recuerdo como al escucharlas soltaba una carcajada y de inmediato volteaba hacia mi papá. Su cara en un principio era de desaprobación, pero casi de inmediato salía a relucir una enorme sonrisa de complicidad, mientras no dijera nada en casa, todo aquel repertorio de palabras novedosas estaba permitido, a manera de audiencia claro esta.
Mi mente regresa en el tiempo y de pronto me visualizo esperando a mi padre en la puerta de mi casa en alguna ocasión que ya habíamos quedado de ir a ver un partido. Mi padre tenia la costumbre de ir al estadio con mucha anticipación, para así evitarnos las aglomeraciones. Recuerdo que los juegos de casa siempre eran nocturnos, comenzaban a eso de las 7:00 PM, en algunas ocasiones alcanzábamos algo de luz solar, pero siempre nos caía la noche. Por lo mismo, mi madre me mandaba a los partidos con la merienda lista, así que casi siempre tuve de compañero, aparte de mi padre, un buen litro de leche en empaque de cartón, algún pastelillo (por lo general Gansito o Pingüinos) y un viejo guante de béisbol, por si en alguna ocasión llegaba a caer cerca de mi alguna pelota de “foul”, así estaría preparado para atraparla y de pasada lograr la foto deportiva de la semana. Dicho momento nunca llegó, ah pero como disfrute mis meriendas en el estadio; recuerdo a mi padre pedir de favor al vendedor de cervezas que le permitiera guardar el litro de leche en la hielera junto a las cervezas y las sodas, era una escena surrealista, la recuerdo como de blanco y negro, y únicamente el cartón de leche a color, como para una postal.
Así es como vi desfilar varias glorias del béisbol mexicano frente a mis ojos, inclusive conseguí algunos autógrafos en cuadernos, pelotas, programas: el gran pitcher Teodoro Higuera (después jugaría en ligas mayores en EE.UU.), Rafael García, el “Peluche” Peña, Antonio Briones, Elpidio Osuna, y los entrenadores, el gran José “Zacatillo” Guerrero y aquel señor ya de edad avanzada pero que siempre tenia una manera muy peculiar de correr hacia su posición de “coach” de primera base, una gran leyenda del béisbol mexicano: Don Víctor Manuel “Pingua” Canales.
Pero así como vi grandes figuras del béisbol, tanto de casa como de visitantes, creo que los momentos que más se quedan grabados, son los más simples, los de la fila para los boletos, los de la cara que ponía el policía de la entrada al revisar nuestra bolsa de papel y descubrir un litro de leche de cartón, la del señor que vendía cervezas, los de las palabrotas de algún aficionado al calor de varias cervezas, los de aquel porrista que iba a todos los juegos apodado el “rarotonga” por su larga cabellera crispada, los de tensión al máximo donde todo el estadio estaba en silencio y solo se escuchaba al fondo la transmisión radial de otro grande, Don Rafael Avalos de la Pena.
Y a pesar de todo, creo que todas estas memorias reales se fueron quedando debido a la búsqueda de aquella relación padre-hijo, que un chiquillo de ocho o nueve años buscaba acrecentar con esas visitas al estadio, y con todo lo que esto implicaba y rodeaba. Espero yo poder hacer lo mismo con mis enanos, ya sea en un estadio, un teatro, un cine, donde sea que me depare el destino.
Debido al arraigo del béisbol en mi familia paterna, de cierto modo crecí admirando ese deporte, con sus respectivos intentos de jugarlo durante mi infancia en las calles del barrio, o en el terreno baldío o parque que estuviera disponible. Fui el jugador más malo que haya existido en la historia del deporte, y junto a mis amigos del barrio formamos un equipo al más puro estilo de los “Bad News Bears”, perdiendo siempre nuestros partidos contra equipos de otros barrios, pero el espíritu de sana competencia era el que nos mantenía en la pelea.
Pero lo que más recuerdo con gusto, son aquellas visitas al estadio de béisbol. Durante mi infancia, en mi ciudad natal, existió un equipo profesional dentro de la Liga Mexicana de Béisbol, ¿el equipo en cuestión? Los Indios de Juárez. Fueron muchas las ocasiones en que asistí al Estadio Cruz Blanca y Listón Azul, nombre en honor a una cervecería local patrocinadora del equipo. En dicho estadio viví momentos de todo tipo, victorias gloriosas del equipo, derrotas dolorosas, momentos divertidos, y muchos más. Creo que en el estadio escuche y aprendí algunas de mis primeras palabrotas, recuerdo como al escucharlas soltaba una carcajada y de inmediato volteaba hacia mi papá. Su cara en un principio era de desaprobación, pero casi de inmediato salía a relucir una enorme sonrisa de complicidad, mientras no dijera nada en casa, todo aquel repertorio de palabras novedosas estaba permitido, a manera de audiencia claro esta.
Mi mente regresa en el tiempo y de pronto me visualizo esperando a mi padre en la puerta de mi casa en alguna ocasión que ya habíamos quedado de ir a ver un partido. Mi padre tenia la costumbre de ir al estadio con mucha anticipación, para así evitarnos las aglomeraciones. Recuerdo que los juegos de casa siempre eran nocturnos, comenzaban a eso de las 7:00 PM, en algunas ocasiones alcanzábamos algo de luz solar, pero siempre nos caía la noche. Por lo mismo, mi madre me mandaba a los partidos con la merienda lista, así que casi siempre tuve de compañero, aparte de mi padre, un buen litro de leche en empaque de cartón, algún pastelillo (por lo general Gansito o Pingüinos) y un viejo guante de béisbol, por si en alguna ocasión llegaba a caer cerca de mi alguna pelota de “foul”, así estaría preparado para atraparla y de pasada lograr la foto deportiva de la semana. Dicho momento nunca llegó, ah pero como disfrute mis meriendas en el estadio; recuerdo a mi padre pedir de favor al vendedor de cervezas que le permitiera guardar el litro de leche en la hielera junto a las cervezas y las sodas, era una escena surrealista, la recuerdo como de blanco y negro, y únicamente el cartón de leche a color, como para una postal.
Así es como vi desfilar varias glorias del béisbol mexicano frente a mis ojos, inclusive conseguí algunos autógrafos en cuadernos, pelotas, programas: el gran pitcher Teodoro Higuera (después jugaría en ligas mayores en EE.UU.), Rafael García, el “Peluche” Peña, Antonio Briones, Elpidio Osuna, y los entrenadores, el gran José “Zacatillo” Guerrero y aquel señor ya de edad avanzada pero que siempre tenia una manera muy peculiar de correr hacia su posición de “coach” de primera base, una gran leyenda del béisbol mexicano: Don Víctor Manuel “Pingua” Canales.
Pero así como vi grandes figuras del béisbol, tanto de casa como de visitantes, creo que los momentos que más se quedan grabados, son los más simples, los de la fila para los boletos, los de la cara que ponía el policía de la entrada al revisar nuestra bolsa de papel y descubrir un litro de leche de cartón, la del señor que vendía cervezas, los de las palabrotas de algún aficionado al calor de varias cervezas, los de aquel porrista que iba a todos los juegos apodado el “rarotonga” por su larga cabellera crispada, los de tensión al máximo donde todo el estadio estaba en silencio y solo se escuchaba al fondo la transmisión radial de otro grande, Don Rafael Avalos de la Pena.
Y a pesar de todo, creo que todas estas memorias reales se fueron quedando debido a la búsqueda de aquella relación padre-hijo, que un chiquillo de ocho o nueve años buscaba acrecentar con esas visitas al estadio, y con todo lo que esto implicaba y rodeaba. Espero yo poder hacer lo mismo con mis enanos, ya sea en un estadio, un teatro, un cine, donde sea que me depare el destino.