Es común toparnos los lunes con la pregunta clásica de ¿y que hiciste el fin de semana? Y de aquí se generan historias, aventuras, anécdotas y demás. Pero como siempre, en el contexto del ático, hurgamos entre los recuerdos empolvados, y mi mente se traslada unos años atrás, a esos domingos con la familia, y a lo que yo en alguna ocasión denomine los domingos de ir a “El Pingüino”.
Cuando era niño, la rutina dominical era más sencilla, predecible y en veces tan aburrida como partido de béisbol de domingo por la mañana en la cuarta entrada. Esto se traducía en levantarse temprano, arreglarse, desayunar unos huevos rancheros o hot cakes, luego disponerse a ir a misa hasta la mismísima catedral, y de ahí, a tomarnos un juguito de naranja y con suerte una rica momia de “El Pingüino”.
Dicho lugar era un estanquillo, fonda, changarrito que estaba ubicado en uno de los locales de la parte exterior del Mercado Juárez, sobre la calle Agustín Melgar (la que desemboca en el Hotel San Antonio) casi hacia esquina con la 16 de Septiembre. El local se dedicaba a la venta de jugos de naranja (naturales), pero que además tenia en el menú los típicos antojitos mexicanos: tortas, enchiladas, gorditas, tacos y flautas (taquitos enrollados) pero mis favoritas eran las “momias”, una especia de torta de salchichas enrolladas en tiritas de tocino, un poco de frijoles, lechuga, mayonesa y listo.
Jamás he probado torta más suculenta en mi vida, recuerdo esas tortas tan caseras con tanta nostalgia, que a mi olfato llega hoy ese particular olor de la grasa caliente combinado con el tocino y la salchicha, grasa tan satanizada hoy en día, grasa que nos hacia grandes, nos hacia felices.
Como olvidar aquellos nostálgicos años paseando en la vagoneta "Volkswagen Variant" azul celeste de papá por las calles del centro de la ciudad, cuando todavía se respiraba ese aire de cierta tranquilidad, cuando había menos coches, cuando todavía era seguro pasear por las calles del centro, cuando se podía ver todavía al mítico “güero mustang” pasear con su volante en mano como el loco de la balada de Piazzolla, cuando todavía existían lugares como El Pingüino en nuestra ciudad. Lugares como este en el que se escuchaban interesantes platicas, tal vez filosofía barata, pero filosofía al fin y al cabo, pero se respiraba ese aire sincero, de amor por la ciudad, por las tradiciones, por lo nuestro.
Recuerdo el lugar adornado con cuadros de carteles de antiguas corridas de toros, y de fotografías de antiguos y famosos matadores. Recuerdo con gusto las historias de los personajes que por ahí pasaron, de uno llamado “el redondo amigo” del cual reseñaba
Don Rulis (Don Raul, el propietario del lugar) que cada vez que él llegaba, tenían que aplicar jabón en el marco de la puerta para que pudiera entrar y salir. Recuerdo a mi papa reír a carcajadas como nunca se le veía hacerlo, como cuando veía las películas de Cantinflas, la risa se contagiaba sin mayor remedio.
Hoy los tiempos han cambiado irremediablemente, el mercado no es el mismo, y El Pingüino ya no existe, o si todavía existe ni si quiera estoy enterado. Ahora mis respuestas a la pregunta de lo acontecido en mi fin de semana, varían entre visitas familiares y salidas a comer a algún restaurante o cadena transnacional de comida rápida, también llamada comida chatarra. Pero he de confesar, que prefiero y añoro mil veces la chatarra de aquellas sabrosas “momias” acompañadas de una buena salsa, un buen jugo de naranja y una amena platica, que las hamburguesas de tal o cual cadena y el frenesí de hoy en día.